Créditos Imagen: Andrés Galarraga Foto: Jed Jacobsohn, Allsport
Andriw Sánchez Ruiz | BeisbolPlay
Caracas.- Por lo menos para el pueblo beisbolero, Colorado se convirtió en la capital de Venezuela por un ratico en 1993. Es divertido pensar que nadie se hubiese puesto bravo si el presidente Ramón J. Velásquez hubiera mudado Miraflores a las Rocallosas.
De no ser por todos los sucesos que ocurrieron en las Grandes Ligas aquel año, hubiese resultado risible que uno de los equipos más populares de la nación suramericana fuesen los Rockies, una franquicia recién nacida y que se identificaba con el púrpura, que para el momento –y todavía- era un color que se asociaba más con el Nazareno que con el juego de pelota.
Tal vez ni en Estados Unidos los rocosos tenían más seguidores que en Venezuela. La culpa de todo la tenía Andrés Galarraga, el hombre que todos querían ver en aquellos años, la maravilla de la época y al que los peloteritos señalaban cuando decían “cuando sea grande quiero ser como…”.
El 2 de octubre de 1993 ha sido olvidado por muchos; la fiesta de aquel día fue tan apoteósica, tan espirituosa, que parece haber servido para borrar las memorias, como suele ocurrir con los grandes guateques, en los que se omiten las libaciones y se procede a la delicia tabú del exceso.
Por suerte para la historia, el periodista Humberto Acosta estaba sobrio, en pleno centro del baile y, para colmo, al lado de la vedette. Y bien sabe Dios que se resistió a caer en las tentaciones de la espuma que corrió como río amazónico por el Atlanta-Foulton County Stadium. Era antiético sumergirse en las caricias y cosquillas que producen las burbujas del champán, aunque –como para escupirle en la cara a lo que es correcto- no pudo evitar emocionarse justo en el momento que la gran celebración comenzó:
Galarraga le dio un sencillo en el octavo inning al relevista de Atlanta, Jay Howell. Fue una línea que partió el campo en dos, pero lo verdaderamente importante es que el Gran Gato había alcanzado las 502 apariciones en la temporada… Así se concretó el primer título de bateo en las Grandes Ligas para un nacido en Venezuela. Ni siquiera el madero todopoderoso de Tony Gwynn podía alcanzar al criado en Caracas, que a pesar de irse de 4-0 al día siguiente estampó un incomparable .370 de average.
Andrés Galarraga junto a su mentor Don Baylor
“Recuerdo que al final del juego, mucho después, Galarraga invitó unos tragos para celebrar, y éramos como 14 periodistas venezolanos que habíamos ido hasta Atlanta”, dice Acosta y con su lucidez comprueba que no fue seducido por las bebidas festivas. “No sé en qué momento, chico, pero cuando volteé el hombre ya no estaba allí. Nos dejó las botellas y se fue”.
Un título de bateo no es un milagro, siempre tiene explicación
Cuenta la leyenda que Galarraga no era el mismo que se conocía antes de aquel año. Todas sus maneras en el plato, sus costumbres y tradiciones, fueron cambiadas. Para él era como si la Tierra modificara de sopetón su traslación alrededor del Sol, y no es una hipérbole desmedida. Los 31 años de edad que tenía para entonces son para un pelotero como los 4.543 miles de millones de años del planeta, un camino largo y hecho, casi inmemorial. Pero aun así, como si de un prospecto se tratase, su estilo fue rediseñado totalmente por Don Baylor.
El finado manager de los Rockies se apiadó de Galarraga un año antes, en 1992, cuando era coach de los Cardenales de San Luis y lo vio temblar de frustración por su extravío absoluto en la caja bateo. El piloto de los pájaros rojos, Joe Torre, no confiaba en el venezolano. Baylor sí, y lo invitó a que se parara abierto en el plato, viendo con los dos ojos a los lanzadores. El Gran Gato se uniformó con los Leones del Caracas en el invierno de aquel año para llevar la teoría a la práctica. Nunca más se le vio con la casaca capitalina.
Baylor tenía tanta fe en el experimento, que cuando se le designó estratega de Colorado, uno de los primeros hombres que tomó en el draft fue a Galarraga. Todos los consejos fueron tan exactos, tan bien dados y ejecutados, que el único momento en el que el Gran Gato no estuvo en la cima de los bateadores de la Nacional fue el 7 de abril, en el segundo juego de los Rockies en toda la campaña. El resto es una historia que desembocó en un mar de champán y festejos.
Andrés Galarraga y Dante Bichette, dos de los bateadores más temibles de la época en Colorado
“Esto es una mera sospecha, una mera especulación que creo escribí una vez en una columna para El Nacional”, comienza Acosta a recordar. “Pero, tal vez, si Andrés no hubiese recortado el swing para adaptarse a su nuevo estilo, el estilo característico que utilizó hasta el final de su carrera, él habría buscado más jonrones, hubiese sido más vulnerable, y por consiguiente no hubiese ganado el título de bateo”.
Aprender un nuevo idioma para entender a la pelota rauda -que gracias a las fuerzas de los pitchers deforma su naturaleza para hablar en lenguas incomprensibles para la mayoría de los mortales- no fue la única preocupación de Galarraga en 1993. Fue dos veces a la lista de incapacitados. La primera ocasión fue casi inofensiva, pero la segunda puso en riesgo la utopía: Pasó casi un mes fuera, desde el 24 de julio hasta el 21 de agosto.
“Por eso las apariciones mínimas eran sus únicas rivales para el final de temporada”, menciona Acosta. “No Tony Gywnn y su extraordinario talento para batear, las apariciones”.
La gesta de Galarraga lo enmarcó para siempre en la mitología del beisbol venezolano. Se convirtió en deidad, en el amo y señor del bateo, el que fue seguido por Magglio Ordóñez (2007), Carlos González (2010), Miguel Cabrera (2011, 2012, 2013 y 2015) y José Altuve (2014, 2016 y 2017).
Por favor, que no se olvide nunca que hace un cuarto de siglo, el 2 de octubre de 1993, un Gran Gato cazó la Liga Nacional. Que no se pierda la costumbre de celebrar el primer título de bateo para un venezolano en las Grandes Ligas.